Creo que fue Kurt Vonnegut quien escribió: «Nunca confíes en un superviviente, hasta que descubras qué hizo para sobrevivir». Primo Levi, en sus terribles memorias de Auschwitz, dejó claro que, bajo el nazismo, las personas nobles, generosas y altruistas eran las primeras en caer, mientras que las que sobrevivían eran las no-tan-buenas. Es justo y necesario que se recuerde a las personas heroicas, que arriesgaron su vida o la perdieron por salvar a otros. Este curso tenemos en el Cine Club una película sobre una de ellas, La promesa de Irene (Irena’s Vow, 2022) de Louise Archambault. Honor eterno a Irene Gut. Pero también hay que recordar otras vidas, no tan ejemplares, como la de Stella Goldschlag, porque la pregunta que subyace siempre, y que (por ahora) hemos tenido la suerte de no tener que responder, es qué habríamos hecho nosotros.
Berlín, agosto de 1940. Stella Goldschlag (Paula Beer) tiene un sueño: triunfar cantando jazz en Broadway. Tiene talento, belleza, voz y determinación. Pero hay un problema: tanto ella como el grupo de amigos rebeldes del swing, con los que interpreta esa música “degenerada” y “negroide”, son judíos. Stella puede “pasar” por aria: es rubia (teñida) de ojos claros. Sus padres, Gerd (Lukas Miko) y Toni (Katja Riemann), son judíos acomodados que han esperado demasiado para intentar escapar de Alemania. Ahora ya no consiguen un visado para Estados Unidos. Stella y su grupo actúan con éxito en un local berlinés, y un agente americano les ofrece un contrato si llegan allí… En febrero de 1943, no queda nada de ese sueño. Stella y su madre hacen trabajos forzados en una fábrica de municiones, con la estrella amarilla cosida al pecho. La joven se ha casado con su compañero músico, Manfed Kübler (Damian Hardung), en un matrimonio constreñido y triste. Aun así, Stella no se conforma y por las noches se quita la estrella amarilla, se maquilla y camina por la ciudad para sentirse libre. Empiezan las redadas para “limpiar” Berlín de judíos. Stella conoce a un falsificador de documentos, Rolf Isaakson (Jannis Niewöhner), con quien encuentra un modo de sobrevivir y prosperar…
Conviene aclarar que esta película no se basa en la novela Stella de Takis Würger (2019), un controvertido best seller que podemos leer en traducción de Ana Guelbenzu (ed. Siruela, 2020). En el libro de Würger, el protagonista era un rico niñato suizo, que viajaba a Berlín en plena guerra para descubrir la “verdad” (!), conocía a Stella Goldschlag con el seudónimo de “Kristin” y se enamoraba de ella. Al principio, el director Kilian Riedhof y sus coguionistas habían pensado algo similar: contar la historia de Stella desde el punto de vista externo de una amiga ficticia, pero comprendieron que eso era escabullirse del núcleo del relato: la terrible cercanía entre el personaje y ellos mismos. Así que decidieron poner a Stella en el centro de la película, de manera que estuviera presente prácticamente en todas las escenas del film y pudiéramos seguir de cerca, vital y emocionalmente, su transformación, su sufrimiento y su traición.
El título original se traduciría por Stella, una vida. En el español, el víctima y culpable hace explícito el dilema: víctima del nazismo y colaboradora forzosa de la Gestapo. La historia de Stella Goldschlag (1922-1994), apodada “veneno rubio”, no era muy conocida fuera de Alemania. Había un libro del periodista Peter Wyden (Stella, 1992) y los guionistas acudieron además a los expedientes del tribunal militar soviético de 1946 y del tribunal alemán del distrito de Moabit (Berlín) de 1957, además de otros testigos e historiadores. Partiendo de toda esa información y de una voluntad de autenticidad, querían evitar un juicio inmediato, en un sentido o el otro (Riedhof: «El principal reto fue la ambivalencia del personaje principal. Tuvimos que encontrar un equilibrio entre la empatía por su destino y el horror que, innegablemente, causó Stella»). Esa “culpa” nos interpela (¿qué habríamos hecho?), pero no debe desviar el foco de los verdaderos culpables. En la extraordinaria interpretación de Paula Beer, que lleva toda la película sobre sus hombros, Stella es vivaz, brillante, narcisista (en la primera escena, besa su reflejo en un espejo), vitalista y llena de recursos. Es un mundo apocalíptico e inmoral, donde todo vale (vean la escena de Stella, Rolf y Johnny bajo el bombardeo). Con una cámara ágil y un montaje dinámico, Riedhof y su equipo recrean un Berlín vibrante, colorido y atractivo, bajo el que habita el horror. El objetivo era eliminar la “distancia histórica” que nos permitiría juzgar cómodamente desde lejos.
El director Kilian Riedhof nos advierte: «Está claro que el tema es hoy más pertinente que nunca. La dictadura está mucho más cerca de lo que pensamos. Así que deberíamos aprovechar esta oportunidad para reflexionar sobre nuestros principios éticos, porque tarde o temprano puede que nos veamos obligados a elegir bando». Los nazis están volviendo, si es que alguna vez se fueron.