Pantalla Grande

El imperio de la luz

El Empire, una nave encallada frente al mar



Director: Sam Mendes

Guion:  San Mendes

Fotografía: Roger Deakins / color

Música: Trent Reznor, Atticus Ross

Montaje: Lee Smith

Productores: Pippa Harris, Sam Mendes

Intérpretes:  Olivia Colman, Colin Firth,  Toby Jones,  Micheal Ward,  Tom Brooke, Hannah Onslow


Idioma (VOSE): Inglés

Duración: 113'

SESIÓN 20.12.23

El Empire ha conocido tiempos mejores. Con una ancha y alfombrada escalera que conduce a una sala ostentosa, donde las cortinas y butacas de terciopelo rojo nos trasportan a aquellos palacios del celuloide creados en la primera mitad del siglo XX, el Empire ve como se vacía de gente; lentamente agoniza. Estamos comenzando los años ochenta en Reino Unido y todavía faltan décadas para que las grandes salas desaparezcan o les abandone el público, propiciadas por los avances tecnológicos actuales y las plataformas televisivas; pero en esta pequeña población costera del sur de Inglaterra, de alguna manera, se empieza a barruntar lo que ha de venir. Son tiempos de crisis económica, de radicalización traída por el thatcherismo, junto con el racismo, nacido de la presencia de los primeros inmigrantes procedentes de las colonias que llegan a la metrópoli con la subversiva intención de encontrar trabajo. Todo eso, y algún factor más, posiblemente sean catalizadores de los vientos de cambio que empiezan a soplar.

A pesar de ello, día a día, sigue abriendo sus puertas Hilary (Olivia Colman), la encargada del local, junto con sus compañeros de fatiga: Norman el proyeccionista (Toby Jones) y los acomodadores Neil y Janine (Tom Brooke y Hannah Onslow). Por encima de ellos está Ellis, el viscoso Gerente del Empire (Colin Firth). En plena temporada veraniega, la nómina del cine se ve aumentada con la presencia de Stephen (Micheal Ward) un joven de color que con su llegada contribuye a poner un poco de alegría en sus compañeros, y algo más que eso en la perturbada alma de Hilary.

La vida de Hilary transcurre con la rutina y previsibilidad que le facilita la dosis diaria de litio, recetada por el psiquiatra. Sus compañeros la quieren y la respetan, y tratan de protegerla para evitar que aparezca un nuevo brote. Hilary soporta todo con una amable sonrisa. Incluso soporta con resignación tener a un jefe como Ellis, que la hace subir cada cierto tiempo a su despacho para someterla a sus patéticas prácticas sexuales. Hilary no protesta, aunque le repugnan las libertades que se toma con ella, el litio hace que su capacidad de rebelarse permanezca dormida. Todo seguiría así hasta la llegada del bello y joven Stephen. Su presencia desencadenará sentimientos olvidados o nunca experimentados en Hilary. Stephen, aun no siendo el personaje principal de la historia, es el instrumento que utiliza Mendes para ponernos en situación en los años ochenta del Reino Unido, años que conoció como adolescente nuestro director.

Sam Mendes, confesaba que al rodar esta película pretendía, en cierta manera, cambiar el ritmo creativo que había llevado en los últimos años. Después de participar en proyectos grandes y muy laureados quería contar una historia pequeña, que partiera de su experiencia personal. Por eso acudió a una de las mejores actrices del momento para que encarnara, si no la vida de su madre, si el tormento de la enfermedad mental que padeció y que él conoció siendo niño. La historia, pues, va de Hilary. Todas las demás tramas que aparecen en la cinta, de una u otra manera, tienen sentido en la medida que afectan o condicionan a la protagonista. El Imperio de la luz es el decorado que utiliza Mendes para dar voz a unos juguetes rotos, poniendo también el foco en la atmósfera social de los convulsos años ochenta, donde una juventud desencantada comenzaba a utilizar el instrumento de la violencia para manifestar toda su frustración contra cualquier chivo expiatorio que la manipulación política les mostrara.

Más allá de la soberbia interpretación de Olivia Colman, la película es, probablemente, una historia irregular. Se hecha en falta una mayor profundidad o desarrollo en todo lo que quiere contarnos. Mendes puede pecar en el intento de hacer una película “bonita”, en la que los problemas se terminan solucionando o atenuando, en un desenlace forzado en la búsqueda de un final placentero, donde prevalezca la silueta del cine Empire  sobre las particulares miserias de sus pobladores. Pero también es una película que pretende que la gente se aproxime a ella con la añoranza ante un tiempo pasado, que nos haga sentir que recordamos o nos habría gustado recordar. Nadie, que le guste el cine, se aburrirá viéndola. ¿Qué hay de malo en las historias bonitas?

Se han hecho muchas películas en las que las salas de cine eran las protagonistas de ellas, o bien ejercían una magia especial inseparable de la propia historia que nos contaban. Esta también podría decirse que es una carta de amor al cine y a los grandes cines. El impero de la luz es posible que no tenga la magia de La rosa púrpura del Cairo ni la emotividad de Nuevo Cinema Paradiso, pero vuelve a trasladarnos a la nostalgia de pasearnos por aquellos grandes y suntuosos templos del séptimo arte que conocimos hace décadas (porque todos tenemos ya una cierta edad, no sean coquetos) y que han visto como se transformaban en supermercados, sucursales bancarias o derribados por la piqueta para hacer apartamentos. Siéntense frente a la pantalla de los cines Mercado, no es el Empire pero también es un buen lugar para emprender este viaje.

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