En una zona rural deprimida, en el más profundo sur de España y en plena posguerra, la niña Antonia posa junto a su madre Milagros, ambas vestidas de negro, para un retrato familiar que más tarde completará el fotógrafo añadiendo un tercer modelo, el busto borroso y fantasmagórico del padre desaparecido. Milagros, contrariada, recrimina a la pequeña haber estropeado la foto con su sonrisa… Así comienza el primer largometraje escrito y dirigido por Laura Ferrés, flamante cortometrajista que, con Los desheredados (2017), ganó en 2018 el Goya al mejor corto documental, así como el premio “revelación” en la septuagésima edición del Festival de Cannes. Vistoso palmarés y excelente carta de presentación, pues, para esta joven cineasta nacida en El Prat de Llobregat en 1989 y graduada en dirección por la Escuela Superior de Cine y Audiovisuales de Cataluña (ESCAC). Seis años después de aquel éxito, y tras haber colaborado con Isabel Coixet al frente de la segunda unidad en la impactante El techo amarillo (El sostre groc, 2022), Ferrés reincide de manera tangencial pero decisiva sobre la figura paterna, protagonista de su galardonado corto, ahora retratada como un personaje ausente —de hecho, inexistente—, en La imagen permanente (2023), película nacida a rebufo de una corriente cinematográfica que, desde fecha reciente, y en especial gracias a directoras de nuevo cuño como las milenials Carla Simón, Estibaliz Urresola, Pilar Palomero, Paula Ortiz, Clara Roquet o Alauda Ruiz de Azúa, por citar sólo un puñado —pese a su veteranía, no debemos olvidar a las decanas Coixet, Bollaín y Querejeta—, invade las carteleras y los festivales de cine acaparando premios por doquier, en respuesta a la demanda de una sociedad orgullosa de asimilar espontánea y naturalmente el feminismo del siglo XXI.
Cierto es que, salvo llamativas excepciones, la creación cinematográfica ha sido históricamente un feudo dominado por los hombres. Por lo tanto, no es de extrañar que el cambio de paradigma que sacude hoy nuestras pantallas esté provocando un entusiasmo que, mientras algunas voces califican de “plenamente justificado” y “obligado”, otras tildan de “exagerado”, cuando no “sospechoso”, apuntando a oscuros intereses políticos que se agazapan tras los siempre distinguidos ropajes de la cultura. Sea como fuere, el rostro y el alma del cine español son ahora mucho más femeninos que antaño, gracias, precisamente, a la producción de películas que ofrecen una mirada diferente sobre nuestra realidad humana y social, expresada a través de valores estéticos y narrativos que exploran comportamientos tradicionalmente vinculados al universo emocional de la mujer. No obstante, como sucede cada vez que una nueva tendencia se convierte en moda y la originalidad se transforma en burda copia —algo muy habitual en el ámbito de las artes—, conviene separar el polvo de la paja y no alabar en exceso los logros artísticos de una obra, únicamente por la relevancia del mensaje que pretende transmitir o por su afinidad a una determinada ideología. Aunque siempre tenga algo (a veces mucho) de reportaje periodístico, discurso político o ensayo filosófico, es preciso recordar que el cine es, ante todo y muy a pesar de su inevitable componente industrial, una forma de expresión artística. Por lo tanto, los valores estético-expresivos —el significante que se pone al servicio del significado— no deben obviarse a la hora de apreciar los méritos artísticos de un film. Dicho sea, todo esto, sin menoscabo de las virtudes e interés que exhiben hoy por hoy la mayoría de propuestas dentro de esta corriente del nuevo cine patrio, en el que, sin duda, Laura Ferrés tendrá bastante que decir en un futuro próximo.
De vuelta al argumento de La imagen permanente, descubrimos que Antonia (Saraida Llamas) está embarazada —se desconoce la identidad del padre, de nuevo inexistente—, y, a pesar de su desafiante rebeldía, es acogida con ejemplar sororidad por las mujeres de la aldea, dando a luz una niña, Carmen, que la madre adolescente abandona al cuidado de la abuela Milagros (Mila Collado) dándose a la fuga en mitad de la noche. Cincuenta años después, Carmen (María Luengo) es una mujer solitaria y de escasas habilidades sociales que trabaja como directora de casting en una empresa de publicidad en Barcelona. Recibido el encargo de encontrar a una persona “auténtica”, Carmen se topa fortuitamente con una vendedora ambulante de perfumes artesanales que dice llamarse Antonia (Rosario Ortega). Entre ambas mujeres se establece una relación intensa e intermitente, con ausencias enigmáticas y momentos de intimidad que hacen aflorar los aromas de un pasado aún vivo en el presente.
El estilo visual y narrativo empleado por Ferrés pertenece, con sus matices, a la misma tipología que el acuñado por sus antedichas coetáneas, bebiendo tanto del estoicismo poético y simbolista de Carlos Saura como de la experimentación reivindicativa de Agnès Varda, para derivar, finalmente, hacia el cinema vérité y el docudrama de carácter objetivo. Durante tal proceso asistimos a lo que parece una meditada sucesión de cuadros, o bodegones, cuya exquisita composición visual en las secuencias del pasado se contrapone a las imágenes del tiempo presente, capturadas en un entorno urbano de estética fría y geometrizada. El juego de contrastes aparece, de hecho, como uno de los recursos principales manejados por la directora a la hora de generar ese particular sentimiento poético que habla sobre el desarraigo, la pérdida, el remordimiento y la memoria malherida, tan intangible como sutil, y que late a lo largo de todo el metraje. Con La imagen permanente Laura Ferrés ha apostado, sin abandonar una clara afiliación al nuevo cine-de-y-para-mujeres, por un estilo de película definitivamente arriesgado, que rehúye la narrativa convencional y decide adentrarse en los abstractos territorios de la poesía, lo que siempre exige del espectador un grado de compromiso extra para enfrentarse a un tipo de cine situado en las antípodas de la comercialidad, siempre polémico y, por ello mismo, digno de consideración.