Pantalla Grande

Godland

Paraíso infernal



Director: Hlynur Pálmason

Guion: Hlynur Pálmason

Fotografía: María von Hausswolff

Música: Alex Zhang Hungtai

Montaje: Julios Krebs Damsbo

Productores: Katrin Pors, Eva Jakobsen, Mikkel Jersin

Intérpretes: Elliot Crosset Hove, Ingvar Eggert Sigurdsson, Jakob Lohmann, Ída Mekkín Hlynsdóttir


Idioma (VOSE): Islandés y danés

Duración: 136'

SESIÓN 18.12.24

El hallazgo de siete placas fotográficas de vidrio, las primeras hechas en la costa sureste de Islandia a finales del siglo XIX, abren inevitablemente la caja de Pandora: la belleza más pura puede ser aterradora; una tarea sencilla, la imposible de realizar. ¿Es tan frágil como parece la línea que separa el bien del mal o la lucidez de la locura; el pecado de la virtud? 

Lucas, el joven sacerdote danés enviado allí con la misión de construir una iglesia (Islandia estuvo bajo control de la corona de Dinamarca desde 1380 hasta la II Guerra Mundial), experimentará en sus propias carnes todas estas disyuntivas en Godland, la fascinante y extraña película del director y guionista islando-danés Hlynur Pálmason. «Esa isla es muy diferente, Lucas, tendrás que adaptarte a las circunstancias», le advierte su superior al bisoño clérigo. Sin embargo, el joven cura se siente con ánimos de emprender la misión que para él es toda una aventura y una oportunidad. Es a través de sus ojos con los que avistamos la costa y nos adentramos en un territorio desconocido y hostil. De hecho, la naturaleza islandesa juega un papel muy importante en el primer tercio de esta película austera y árida que brinda al espectador una puesta en escena desnuda, aparentemente vacía que, sin embargo, encierra una composición muy estudiada tanto de los planos como de los encuadres. Poco a poco, el paisaje, abrumador para Lucas, irá minando sus nervios y su capacidad de control. La isla, misteriosa y terrorífica, llevará al límite de sus fuerzas al clérigo, que también sufre la tradicional animadversión de la población local por los daneses. A regañadientes y con constantes burlas le guían hasta el asentamiento en el que tiene que fundar la nueva iglesia antes de que llegue la temporada de mal tiempo. Se niegan a hablarle en danés a pesar que el clérigo no entiende el islandés. Lucas atravesará escarpadas montañas, violentos ríos, peligrosos volcanes atenazado por el miedo y la hostilidad sólo apoyado «en la divinidad que hay en mí». Sin embargo, ni siquiera es consciente de que ya no es la misma persona que partió de Copenhague sólo unas semanas antes.

La fe, la dualidad vital y, sobre todo, la muerte son los temas que Pálmason busca desentrañar en esta producción cinematográfica estructurada narrativamente en dos partes que parecen friccionar entre sí como dos placas tectónicas: una primera más compacta y un tanto más espiritual (exquisita y magnífica) y una segunda más mundana, quizá menos cohesionada y tal vez un tanto a la deriva como el propio personaje protagonista. El resultado, en cualquier caso, es un filme fascinante en su imperfección y con una vocación notable de convertir cada escena en un goce visual.

El realizador y guionista del filme comenzó a trabajar en esta historia en el año 2013 a raíz de las fotografías de un caballo fallecido en la finca de su padre y dejó que la trama fuera creciendo de forma orgánica. «Me gusta filmar y tropezar con situaciones», puntualiza el realizador. Poco a poco a la ficción fueron sumándose personajes y acciones dramáticas en el intervalo de los dos años en los que se efectuó el rodaje de la película. Precisamente, quizá la forma un tanto inconexa en la que se desarrolla la trama es el principal talón de Aquiles de un filme que, en sí mismo, busca ser una metáfora visual de la degradación física y, por supuesto, moral. La cruz arrastrada por la fuerte corriente del río no deja de ser un presagio del propio viaje interior de Lucas.

Con un ritmo muy lento, de exploración, de indagación, Godland exhala en cada uno de sus fotogramas un aire de cine primitivo en el que no es difícil encontrar la huella del gran cineasta danés Carl Theodor Dreyer (Order, Gertrud). Godland  está lleno de bellas imágenes que dejan sin aliento como la llegada de Lucas a la playa en barca de remos o cuando pisa por primera vez las agrestes tierras islandesas. Aunque en algunos momentos Godland recuerda más a un western (nórdico, eso sí). No es difícil reconocer en Lucas al cowboy que viaja sin rumbo a un destino al que no sabe si llegará, enfrentándose a peligros en un territorio desconocido y profundamente hostil. Hay también en la interacción de los personajes de Lucas (Elliott Crosset Hove) y de Ragnar (Ingvar Eggert Singurdsson), el islandés que le guía en su viaje por la isla, mucho de duelo.

Aunque la película tiene una perspectiva épica, es a la vez una historia intimista, a veces cruel, otras absurda. Como en el caso de Dreyer, Pálmason prefiere el plano largo, quizá para que quede aún más patente la terrorífica inmensidad y la soledad en la que se halla Lucas. Frente a la presencia rotunda y casi totémica del paisaje, los personajes se recortan sobre él en toda su pequeñez, conscientes de su fragilidad. Casi es imposible reconocer su alma si es que acaso la tienen. 

En este sentido, destaca la magnífica dirección de fotografía de María von Hausswolff basada en colores crudos y neutros que recalcan esa sensación de cine puro y primitivo de sencillez brillantemente planificada. Refuerza esa apuesta visual el formato de pantalla utilizado, el 4/3, «el marco orgánico que está en el marco fotográfico. Lo sentía como el adecuado», explica el director. 

El juego metalingüístico de la fotografía es como una matrioska dentro de una película que teje múltiples misterios partiendo de cosas sencillas. Nunca llegamos a conocer al completo, sólo a intuir, los recovecos de todas las pequeñas historias que convergen y nutren Godland. Como la de esas fotografías antiguas (las que va realizando Lucas a lo largo de su viaje) encontradas una caja. Aunque, en realidad, no es real, se trata de un recurso de ficción al más puro estilo cervantino de Cide Hamete Benengeli, el gancho que permite arrastrar al espectador en el tiempo presente a esa Islandia inhóspita de finales del siglo XIX.

Godland, como el propio paisaje islandés que de forma tan presente respira en  sus fotogramas, es una película dura, triste, sombría, pero apasionante y excitante a partes iguales. La música compuesta por Alex Zhang Hungtai se manifiesta casi de forma quirúrgica, en muy contadas ocasiones. Precisa y rotunda.

En definitiva, merece la pena dejarse atrapar por «su belleza terrible» y desoladora, e incluso comprobar «la crueldad» de la isla volcánica para los que no se «adaptan a las circunstancias». 

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