Tal vez ustedes hayan oído alguna vez ese chascarrillo cómico que dice: “Hay matrimonios que terminan bien, pero la mayoría son para toda la vida”. Bueno esta una de las muchas películas sobre matrimonios que terminan bien. O no.
En el cine, las relaciones amorosas en las que la enfermedad mental se convierte en un tercer integrante no deseado, han sido tratadas con mayor o menor fortuna. En lo referente al negociado que nos ocupa hoy -el trastorno bipolar- se me ocurren algunas películas: El lado bueno de las cosas, Mr. Jones o Las horas. Seguramente hay muchas más, y puede que mejores. Pero en la mayoría de ellas se nos plantea la dificultad de convivir con alguien sometido a continuos y tremendos cambios de ánimo. Este tipo de trastorno es doblemente doloroso porque en muchas ocasiones el quien lo padece es consciente de su enfermedad y del dolor que le está causando al ser amado.
Un amor intranquilo va un poco de eso. Leila y Damien (interpretados por Leïla Bekhti y Damien Bonnard) son un matrimonio que se quieren, se complementan y hacen que cada uno sea mejor en su trabajo. Él es un pintor de cierto prestigio y ella restaura muebles antiguos. Hace tiempo que pasaron la fase del flechazo y la química del primer momento. Lo suyo va más allá del fugaz enamoramiento. Comparten su vida con su hijo Amine (Gabriel Merz Chammah). Pero de forma cada vez menos espaciada le aparecen las crisis de euforia e hiperactividad propias del trastorno bipolar. Con la medicación lo suele tener controlado, pero Leila sospecha que ha dejado de tomarla porque le resta creatividad. Aparentemente hay algo de cierto en ello. En plena explosión de su enfermedad Damien es un artista y inagotable y agotador. No duerme, sólo piensa en pintar su siguiente cuadro. Esta increíble y desbordante capacidad creativa no hace más que alimentar esos brotes, provocando conflictos en el orden familiar y en las relaciones con otras personas. Damien quiere ser sociable, pero a los ojos de los demás no pasa de ser un chiflado que se mete en la vida de los demás.
Leila sufre y sobrelleva esos momentos, intenta convencerle para que duerma, se disculpa por él ante todo el mundo y sufre ante la perspectiva de que, llegado a un punto, el trastorno se hará más peligroso para su saludo y derivará en un ingreso de urgencia en un hospital psiquiátrico. Allí le volverán a disciplinar en la medicación, convirtiendo a nuestro hombre en un ser dócil que sólo quiere estar tumbado y dormir. Ese estado intermedio entre el equilibrio mental y el entusiasmo por pintar suele llegar poco a poco, pero cada vez dura menos tiempo.
En medio de ellos está Amine. Ama con locura a su padre, disfruta de su talento, pero, llegados esos momentos tiene miedo, por el mismo o por Damien. Quien sabe.
La película transcurre en su mayor parte en uno de esos momentos, y nos convertimos en espectadores privilegiados al contemplar como el pintor pasa de la lucidez creativa a la obsesión absurda o enfermiza por cualquier objeto que le rodea, una silla o una mesa, y le parece que le ofende su visión y no puede soportar estar delante. Los hijos de los vecinos le ven como un personaje excéntrico, pero hace cosas absurdas que molestarían a un adulto, pero a un niño le divierten.
Joachim Lafosse, el director, sabe muy bien de qué va este asunto. Lo ha sufrido colateralmente. Su padre padeció -y padece- esta enfermedad. Le costó mucho tiempo entender la separación de su madre. Sólo años después comprendería que se puede amar a una persona y resultar imposible la convivencia con ella. La enfermedad machaca a quien la sufre, pero convierte a su pareja en una persona anulada profesional y mentalmente, transformada en la eterna enfermera de un paciente que no sabe o no quiere curarse. Pero Lafosse se esfuerza en no convertir a su protagonista el síntoma de una enfermedad, quiere que veamos a Damien como un buen padre y un buen marido que ama, ríe y que intenta mejorar. Leila tampoco es la sombra y descanso del guerrero, tiene diferentes capas que le confieren igualmente una individualidad, una personalidad diferenciada.
A diferencia de la excelente película Las horas, donde la crisis es retratada en los momentos de terrible de presión de Virginia Woolf, Lafosse pone el acento en los días de euforia incontenible del artista, donde los que le aman sufren por su anormal felicidad y esperan con temor a que se produzca la brutal caída.
Durante el rodaje tuvieron que convivir con un invitado al que no esperaban pero que, inopinadamente, fue también un factor importante en algunos momentos de la narración. Me estoy refiriendo al Covid19 y a las medidas tomadas durante la pandemia que padeció media humanidad. La presencia de la mascarilla y el miedo cerval a contagiarse, indicaba cómo una enfermedad viral puede llegar a transformarse también en patología social, que no deja de ser una forma de enfermedad mental que padecen las sociedades.
Tanto Damien como Leila recibieron muchas felicitaciones por su interpretación. En el caso de Damien, siempre suele ser el papel más agradecido, si se tiene talento. Visitó hospitales y recibió asesoramiento de psicólogos y psiquiatras. Nada que reprocharle, es una auténtica lección magistral, chapeau. Pero si me permiten, con frecuencia disfruto más de los que tienen el reto de convertirse en la sombra de su némesis, llevar la carga dramática con dolor contenido, pero sin sobreactuar y lograr complementar la labor del otro. Por eso, siempre disfruté más en los Santos Inocentes con Landa que con Raval; con Cruise que con Hoffman, en Rain man (no se escandalicen, por favor). Y me molesta que Al Pacino, habiendo hecho mejores papeles, el Oscar se lo terminaran dando cuando se convirtió en un ciego en Esencia de Mujer. Cosas mías.
No les quiero comentar si el matrimonio de Leila y Damien termina bien o dura toda la vida, como dice el chiste. Pero les puedo revelar una hermosa y dura confesión que le hace él: “Puedo prometerte estar atento. Puedo prometerte que tendré cuidado. Pero no puedo prometerte que me vaya a curar”. Disfruten de esta excelente y peculiar historia de amor.