La historia no siempre trata igual a todos sus protagonistas. Se recrea en los excesos reales o inventados en la Leyenda Negra, mientras pasa de puntillas sobre la aniquilación de las tribus indígenas en la América conquistada por los anglosajones o en el genocidio cometido por Leopoldo II en El Congo. La película que nos toca ver hoy habla precisamente de uno de estos “olvidos” interesados. Las atrocidades de Japón en sus colonias del continente asiático, mas concretamente en Manchuria. Es cierto que hay películas relativamente recientes que nos hablan de la masacre en Nankin, es el caso de John Rabe, Los hombres detrás del Sol y la extraordinaria Ciudad de Vida y Muerte; pero la cinta que nos ocupa hoy es la primera película japonesa que aborda uno de los episodios más sórdidos de su historia. Nos estamos refiriendo al escuadrón 731, destacamento médico-militar que se dedicó a experimentar con prisioneros y civiles chinos en Manchuria, de forma tan monstruosa, que harían santo al mismo Mengele. Es cierto que no hay un despliegue de imágenes y detalles, pero la propia confesión de parte es más de lo que teníamos hasta ahora.
Pero la obra de Kiyoshi Kurosawa no hace de estos hechos el eje central de la historia, los crímenes de Manchuria tienen una consideración, que bien podría ser tomada como un macguffin para que todos los personajes se embarquen en él y se definan a sí mismos. En el fondo, en casi todas las películas de espías el “qué” tiene menos importancia que el “quién”, el “por qué” y el “cómo”.
Nos encontramos en el Japón de 1940. El militarismo y expansionismo nacional se han convertido en casi una religión. Europa y Norteamérica no han padecido aún las consecuencias, pero algunos países de Asia sí. En este escenario se nos presenta la bella Satoko (Yu Aoi). Es una mujer felizmente casada. Su marido, Yusaku (Issey Takahashi) es un éxitoso hombre de negocios en Kobe. Se dedica a la importación y exportación, domina el inglés y eso le permite contactar con empresarios de otros países. Es un cosmopolita, una rara avis en un país enfermo de nacionalismo agresivo. Son felices y, conscientes o no, tratan de vivir su vida como si fuera una película de Hollywood. De hecho, una de las pasiones de Yusaku es rodar cine amateur, en el que Satoko interpreta papeles de bella y enamorada espía que muere al ser descubierta por el enemigo. A Yusaku le gusta proyectarlas en las reuniones y fiestas que se celebran en su casa.
Con ocasión de un viaje comercial que realiza a Manchuria, descubre las atrocidades que está cometiendo el ejercito japonés con sus prisioneros. Solamente por el hecho de haber tenido conocimiento de estos sucesos puede pesar sobre él la condición de espía. La historia oficial es que Japón ha ocupado China y Corea para liberarlas y ayudar a sus habitantes, cualquier otra interpretación supone formar parte de una conspiración financiada por los enemigos occidentales del país.
A partir de esta premisa el director juega con sus personajes de forma que el espectador termine desconfiando de todos. Es posible que nada sea lo que parece, o quizá sí. Satoko ama a su marido, pero le horroriza que sea un traidor. Su sobrino, el joven policía amigo de la familia, aquella desconocida joven traída de Manchuria; todos parecen personajes sacados de uno de esos guiones que daban pie a Yusaku para rodar sus entrañables peliculitas.
Kiyoshi Kurosawa es un director interesante y desconocido. Sin renunciar cualquier otra temática, se encuentra muy cómodo realizando cine de género. Hay dos excelentes películas: Cure y Pulse (esta última tiene un flojo remake hecho en Hollywood) que aborda el cine de terror con estructura de thriller, influyendo en la narrativa visual de directores japoneses y occidentales. Esto no le ha impedido separarse de su afición por este cine y realizar una de las mejores películas de lo que en japón viene siendo un género en sí mismo: el Shomin-geki , cine familiar con el que este país nos regala pequeñas y grandes obras maestras, desde Naruse, Ozu o el contemporáneo Koreeda. En el caso de Kurosawa su aportación fue Tokyo Sonata, una extraordinaria película cuyo único punto débil fue coincidir el mismo año con Despedidas, la oscarizada cinta de Yōjirō Takita.
Hay otra ocupación que le lleva mucho tiempo desempeñar a Kiyoshi Kurosawa: explicar a los periodistas internacionales que no tiene ningún vínculo familiar con Akira Kurosawa. Aún no lo ha conseguido del todo. Después de cada entrevista siempre hay algún periodista becario que le obliga a repetir machaconamente que, aunque no tenga relación con el inmortal maestro de Shinagawa, no es óbice para que admire su trabajo y la influencia que ha tenido en todo el cine mundial, bla, bla, bla…
La mujer del espía es una película sencilla, sin artificios. Es un cine pausado y que se aleja, sólo aparentemente, de lo que podríamos interpretar como una historia convencional de espionaje, de topos y de microfilms; aunque, de una forma u otra, también están presentes. Kurosawa se recrea haciendo que esa fingida sencillez nos ponga nerviosos y nos haga dudar de todos y de todo. Los sucesos transcurren sin que en ningún momento se tenga la impresión de haber abandonado un relato intimista, alrededor de un matrimonio que se quiere, pero que esconde secretos que la otra parte ignoraba. Que quieren que les diga, un matrimonio en toda regla.
Probablemente no es el mejor film de Kiyoshi Kurosawa, pero merece la pena ser visto porque en él están muchas de las señas de identidad de este director. Reivindica el cine, utilizando el pretexto de la afición del protagonista por almacenar pequeños melodramas caseros rodados en sus ratos libres, a la vez que este instrumento se convierte en una eficaz manera de transmitir la realidad. En cierto sentido, es cine que nos habla del cine y contrasta la obra de ficción frente al espejo en que se mira el documental.
En los años cincuenta había en Tokio una pequeña clínica que prestaba asistencia sanitaria gratuita a todo el que acudía. El médico responsable era un viejo médico inofensivo, de trato servil y afable. Se llamaba Shirō Ishii. Ninguno de sus vecinos sabía, o quería saber, que convivían con el mayor matarife científico que dio su país. Aunque no era el único. La estrategia de los Aliados cambió respecto a lo hecho en Nuremberg. Se les condenó a penas insignificantes y se confiscaron los resultados de los experimentos. La Ciencia, ante todo.
Shirō Ishii, salió indemne de cualquier condena y decidió que era hora de ponerse el disfraz de abnegado médico y cumplir con el juramento hipocrático. Compromiso éste, al que había renunciado buena parte de su vida. Como decía Machado en su poema sobre Don Guido: ¡Aquel trueno, vestido de Nazareno!