Hoy en día, casi se puede considerar un acontecimiento poder ver una película de hace unos años. La sana costumbre de las reposiciones de títulos en las salas de cine desapareció, salvo honrosas excepciones. Lo mismo ocurre con las televisiones que ahora únicamente pasan películas actuales por regla general. Los videoclubs han dejado de existir en su mayor parte… Así que ver una película de hace de más de cinco años y en una sala de cine es toda una rareza.
En esta ocasión, el Cine-Club Uned se complace en poder ofrecer al público soriano la película de Michelangelo Antonioni realizada en 1961 La aventura.
La pareja formada por la atractiva Anna (Lea Massari) y el arquitecto Sandro (Gabriele Ferzetti) va a hacer un crucero por las islas Lípari en compañía de Claudia (Monica Vitti), la mejor amiga de ella, y otras parejas burguesas. Tras una leve discusión entre ambos, Anna desaparece, la buscan por la pequeña isla, piden ayuda a los carabinieri, pero no la encuentran. Sandro y Claudia, entre los que surge una relación sentimental, comienzan un recorrido por el sur siguiendo distintos rumores acerca del paradero de Anna, que los lleva a un hotel de Taormina, donde ella descubre la primera infidelidad de él.
Pero si la historia se abre -o, más precisamente, una segunda historia después de la que parecía estar naciendo- con un misterio, se cierra con otro, en uno de los finales más hermosos -justo por eso, por el estremecimiento de lo que, se mire como se mire, al cabo permanece indescifrable- que uno recuerda.
Un final que vuelve a certificar que en la obra de Antonioni conviven con extraordinaria feracidad el anhelo de simetría, de racionalidad y proporcionalidad de raigambre casi renacentista, y la deriva a la fractura y a lo inarmónico; el hecho de tratarse de obras perfectamente cerradas y, a su vez, sumamente abiertas; una planificación milimétrica y una paralela tendencia a la dispersión narrativa.
Las complejísimas relaciones entre el campo y el fuera de campo que el cine de Antonioni moviliza son la más brillante manifestación de estas tendencias aparentemente contrapuestas. Ya ha quedado apuntado que -en la que es una de las apuestas más audaces e influyentes del cine de la modernidad- a los pocos minutos de iniciado el relato, Anna ha quedado en fuera de campo. Un fuera de campo que, tanto por su parte como por el resto de personajes, se anhela y se teme simultáneamente. Las criaturas de Antonioni parecen sentir la necesidad de mirar hacia fuera, de ver más allá de su realidad más inmediata, pero simultáneamente suelen estar doblemente encuadradas, doblemente enclaustradas: por el marco del plano y, dentro de él, en virtud de la matemática planificación de Antonioni, por el marco de ventanas o por otros objetos. Así que es lógico que las salidas de campo de sus personajes sean siempre el gesto de una liberación.
La sensación de extrañamiento se manifiesta desde el principio en La aventura, en las escenas desarrolladas en Roma o un poco después en el barco y en la isla, acaso como anticipo de la que se precipita tras la desaparición de Anna. En buena medida, la obra de Antonioni está construida a partir de la simbiosis entre los espacios y sus extraviados habitantes.
En La aventura Claudia necesita ver claro, como ella misma confiesa, pero ya no puede. La obra de Antonioni en el fondo no cuenta otra cosa que la angustiosa búsqueda de un sentido tras una realidad horriblemente opaca, cuando no engañosa, que solo revela al observador. Para acabar descubriendo, con escalofrío, pero sin amargura, que tras la realidad no había nada, o lo que es lo mismo, que no hay nada más que la realidad; que entre sus múltiples pliegues lo abarca todo. El drama ha pasado de ser psicológico a plástico, con absoluta coherencia, para Antonioni son la misma cosa.
La aventura viene a ser la primera parte de la trilogía sobre la incomunicación -también integrada por La noche (La notte, 1961) y El eclipse (L´eclisse, 1962)- con la que el guionista y realizador Michelangelo Antonioni se da a conocer internacionalmente y pone de moda el término incomunicabilitá para describir la actitud de sus personajes burgueses.
En las películas de Antonioni, sus personajes solo pueden hablar, en última instancia, consigo mismos, esto es, con personajes ya de por sí abocados al silencio o a la banalidad. Pero no se trata solo de la incomunicación de los personajes sino de la incomunicabilidad de la obra de arte contemporánea. La realidad es la que se ha vuelto antes que nada inaccesible, incomunicable.
Más allá de la insólita historia de la muchacha que desaparece a mitad de la narración, sobre lo que no se da ninguna explicación, su atractivo reside en el dibujo de dos interesantes personajes femeninos, así como en la dirección de Antonioni, elaborada mediante un juego casi abstracto en la composición de los encuadres en blanco y negro.
La aventura valió a Antonioni la notoriedad en 1960, después de haber iniciado su carrera en 1950 con Crónica de un amor, en la medida que marcó una ruptura con relación a las motivaciones psicológicas y a la argumentación dramatúrgica de las películas tradicionales. Con el argumento de la desaparición de una mujer en una isla, que permanece inexplicable -disolución, estallido de la realidad que volvería a encontrarse en Blow Up y Zabriskei Point– Antonioni señala lo mucho que separa a los seres humanos, a la vez que se aleja del tiempo lógico de la narración. Se aprecia así al esteta desencantado, salvo, quizá, de su propio poema visual, que va evolucionando de la misteriosa película de La aventura, a la explosión repetitiva con que concluye Zabriskie Point, y después a la angustia policiaca de Blow Up.
El “nuevo sentimiento de la realidad” (citado por Alberto Moravia) que sostiene su obra después de El grito y La aventura explora primero un espacio-tiempo donde el individuo en su soledad tiene un lugar predominante. Esto es lo que hace que la trilogía La aventura, La noche y El Eclipse, por la que también pasan los rostros de Jeanne Moreau y Alain Delon, posea un poder de emoción bajo la gelidez nocturna de la imagen, una fascinación (hay quien habla de mistificación) que se sigue manteniendo a lo largo del tiempo y eso a pesar de los abucheos recibidos, en 1960, en el Festival de Cannes.
Antonioni pertenecía a la burguesía de provincias, estudió economía y comercio en la Universidad de Bolonia, mientras pinta y escribe críticas de cine en el diario local. Trasladado a Roma, colabora en la revista especializada Cinema, dirigida por Vittorio Mussolini, hijo del Duce, cuna del movimiento neorrealista, e ingresa en el Centro Sperimentale di Cinematografia. Deja sus estudios para trabajar como ayudante del director Marcel Carné, ser guionista de Roberto Rossellini, Giuseppe de Santis y Federico Fellini. Su personal concepción del cine nace al aplicar los principios neorrealistas al comportamiento de la burguesía, como puede servir de ejemplo la película que hoy proponemos, La aventura.