No deja de ser una feliz, o infeliz, casualidad que en el día en que escribo esta crítica, 19 de septiembre, se cumpla un año del inicio de la erupción del volcán Cumbre Vieja, en la isla de La Palma. Durante esos meses, casi todos los españoles aprendimos palabras nuevas, hasta entonces desconocidas para nosotros; como piroclasto, fajana o estromboliano. Y también aprendimos que una colada no era un montón de ropa sucia a punto de entrar en la lavadora. Todos los españoles, y bastantes europeos, nos enfrentamos al poder hipnótico y destructivo que podía nacer del interior de la Tierra. Ya sé que es un lugar común hablar de la insignificancia del ser humano frente a las fuerzas de la naturaleza, pero los tópicos son tópicos porque casi siempre suelen ser verdad.
Con esta experiencia vital, adquirida desde el televisor del salón de nuestra casa sin sufrir las ruinosas consecuencias que han padecido nuestros hermanos los palmeros, nos ponemos frente a la pantalla de los Cines Mercado para descubrir una cinta cuyo título habría sido terriblemente cursi en cualquier otra circunstancia: Fire of love, fuego de amor. La vida, pasión y muerte de dos personas excepcionales: Katia y Maurice Krafft, el matrimonio de vulcanólogos más famoso del mundo.
Katia era geóloga química y Maurice, geólogo. Desde niños manifestaron una obsesión apasionada por conocer los secretos del interior de la Tierra a través de las ventanas que ésta utiliza para mostrárnoslos: los volcanes.
Katia y Maurice eran hijos de la posguerra. Nacieron cuando todavía olía a humo y pólvora en la vieja Europa. Esto les hizo renegar del mundo que habían construido sus padres y ser unos de tantos jóvenes que marcharon por las calles de París en el 68, había que encontrar la playa debajo de los adoquines. Pero debajo de los adoquines había más adoquines, el continente en el que habían nacido se les hacía pequeño. Eran dos alsacianos que se conocieron en la Universidad de Estrasburgo. Alsacia es una región que ha pertenecido a distintos imperios y cuyo pasado alemán todavía es visible en la actualidad. Con estos precedentes y su pasión por la geología, era cuestión de tiempo que coincidieran entre clase y clase o en algún café de la ciudad. Sus señas de identidad o su primer flechazo vocacional fueron dos volcanes: el Estrómboli, donde con siete años subió por primera vez Maurice, y el Etna al que a Katia accedieron a llevarle sus padres a los 14 años, después rogárselo insistentemente.
Del amor por la vulcanología surgió el amor entre ellos y un compromiso vital: decidieron que viajarían por todo el mundo grabando cinematográficamente y obteniendo muestras de todas las erupciones relevantes de las que tuvieran conocimiento. Buscarían financiación para sus viajes escribiendo manuales y libros divulgativos, dando conferencias y participando en programas para la televisión. Este compromiso de entrega absoluta a su causa llevaba aparejado la decisión de no tener hijos. Con menos de treinta años ya eran el matrimonio de vulcanólogos más famoso de Europa. El celuloide en color era un aliado fundamental a la hora transmitir la apariencia y características propias de cada volcán. Pero en este compromiso había una afirmación inobjetable que sostenían Maurice y Katia, una persona no puede llamarse vulcanóloga sino estudia in situ los volcanes en plena actividad. Dentro de las variedades existentes, lo simplificaron de forma accesible, reduciéndolo a dos tipos de volcanes: los rojos y los grises. Los primeros son volcanes “amables” ya que no suelen poner en peligro las vidas humanas al producirse un fluido magmático y continuo de lava fácilmente observable sin consecuencias (más allá de los daños que pueda producir en la agricultura o en las viviendas). Los peores son los llamados volcanes grises, los que explotan de forma brutal, matando todo lo que rodea en kilómetros.
Maurice y Katia exploraron a lo largo de su corta vida ambos tipos de volcanes, llegando a realizar tomas de muestra a caballo entre la audacia científica y la insensatez de vivir experiencias nuevas. La parte mas insensata de los dos la llevaba Maurice; hombre, al fin y al cabo. Pero no sería hasta finales de los setenta cuando decidieron centrarse en el estudio de los volcanes grises, en la medida en que su conocimiento podía prevenir futuras erupciones catastróficas. Su contribución ayudó a minimizar los muertos en la terrible erupción del Pinatubo en Filipinas.
No les contaré mucho más. No hace falta decir que su compromiso en el estudio detenido y próximo de los volcanes grises les acabaría pasando factura. Aquí no hay spoiler que valga.
Sara Dosa es una documentalista que ha sabido construir un biopic a partir de los kilómetros y kilómetros del celuloide rodado por nuestro matrimonio y sus colaboradores. Con este mismo material, un mal director habría conseguido aburrirnos o darnos la impresión de que nos encontramos en la sobremesa de nuestra sala de estar, a punto de dormirnos con un cansino documental. Pero sin renunciar al carácter de documento fílmico de Fire of love, Dosa ha querido poner voz a sus protagonistas, en algunos casos dejándoles hablar; en otros utilizando a una actriz de doblaje para que Katia hablara. Los acontecimientos fluyen con la misma naturalidad con la que lo hace la lava en un volcán rojo. Sara Dosa consigue que el espectador se apasione con ellos; que se ría con la insensatez de Maurice y que le encandile la aparente fragilidad Katia. Por otra parte, dada la calidad y belleza de las imágenes, este es un documental para disfrutarlo en la pantalla grande de un cine, lo cual le da un extraordinario valor divulgativo.
El bagaje de Sara Dosa como documentalista es aún pequeño, pero indudablemente singular en su temática. Su anterior trabajo fue The Seer and the Unseen (La vidente y lo invisible) en el que nos acerca a la vida de una peculiar islandesa que afirma que se comunica con los elfos y le ayudan a convencer al mundo de la necesidad de salvar el ecosistema.
Posiblemente esta es la edición en la que más documentales se proyecten. Todos son buenos. Pero éste que van a ver tiene la particularidad de conseguir que la naturaleza de documento fílmico conviva con la original historia de amor de esta pareja. En el fondo no son dos. Es la crónica de un ardiente menage a trois: Katia, Maurice y el volcán. Era una relación que no podía durar mucho, pero su obra y la historia que crearon permanece con nosotros. No sé si he sido todo lo elocuente que ellos se merecen. Quevedo lo expresó mucho mejor que yo: Su cuerpo dejará, no su cuidado / serán ceniza más tendrá sentido / polvo serán, mas polvo enamorado.