Aaron Copland (1900-1990), uno de los más distinguidos e influyentes compositores norteamericanos del siglo XX, pronunció en cierta ocasión una frase que, no por cierta y brillante, resulta menos dolorosa para quienes se dedican a la composición cinematográfica: «La música de cine es aquélla que millones de personas oyen, pero nadie escucha». El mismo Copland, una vez hubo asegurado su inmortalidad entre los grandes compositores clásicos de la Historia, quiso probar suerte en el medio, creando durante los años cuarenta algunas bandas sonoras magistrales que, después, él mismo adaptó para la sala de concierto, buscando quizá que ese público medio sordo pudiera redescubrir el milagro de la música más allá de las imágenes para las que fuera escrita. Desde los primeros años del cine mudo, cuando un pianista amenizaba las sesiones improvisando melodías o adaptando piezas del repertorio clásico para atenuar el molesto traqueteo del proyector, hasta la época actual, en la que la banda sonora de las películas se nutre preferentemente de efectos y ambientes sonoros en lugar de utilizar música en el sentido tradicional del término, lo cierto es que la historia y la estética de la música de cine dan para estudiar, investigar y profundizar durante toda una vida; si me apuran, incluso varias vidas.
Sordo, o tal vez sólo un poco duro de oído, seguro que no existe un solo espectador allá donde el cine haya hecho acto de presencia, a quien no le suene algún tema compuesto por Ennio Morricone. En un récord sin precedentes, la filmografía del Maestro se alimenta de casi quinientos largometrajes repartidos entre 1961, fecha en la que los historiadores sitúan El federal (Il federale / Luciano Salce) como su primera banda sonora, y 2015, su despedida del cine de la mano de Giuseppe Tornatore con La correspondencia, sin olvidar incontables trabajos para televisión o su obra de concierto, mucho menos conocida que sus partituras para el cine, sin duda debido a la querencia del músico por las vanguardias y la experimentación. De auténtica proeza puede calificarse lo logrado por Morricone durante los últimos años sesenta y el principio de la década siguiente, firmando las partituras de más de veinte largometrajes al año, lo que, en su caso, no provocó una merma en la calidad; más bien al contrario, durante esa época aparecen en su currículum un buen número de las que hoy son consideradas sus obras mayores. Pero, entre tanta producción, ¿no corre el artista el riesgo de adocenarse y perder ese toque personal que en algún momento le ha hecho destacar por encima de sus colegas? No si hablamos de Morricone, que ha sido capaz de mantener el estatus de primera figura internacional, sin atisbo de agotamiento o debilidad, durante los cincuenta y cuatro años que ha durado su carrera cinematográfica.
Quizá suene exagerado para la mayoría, pero cuando Quentin Tarantino recogió en ausencia del compositor el premio que la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood le otorgó en 2016 por su música para Los odiosos ocho (The hateful eight, 2015), sus palabras sonaron tanto como un tributo hacia su admirado colaborador, como también una provocación que invitaba a reflexionar sobre el valor que a veces negamos a los logros coetáneos frente a los del pasado: «Ennio Morricone es mi compositor favorito, pero cuando digo “compositor favorito” no me refiero a “compositor de cine”. Hablo de Mozart, hablo de Beethoven, hablo de Schubert. Es de ellos de quienes estoy hablando». Nacido en Roma en 1928, hijo de un trompetista y de un ama de casa, el camino de la música se presentó ante Morricone como la vía lógica para paliar la maltrecha economía doméstica de posguerra. Pero una vez graduado en el mismo instrumento del que su padre era intérprete, continuó los estudios de composición y orquestación, encontrando una salida profesional, primero como trompeta en diversas orquestas de salón, después como arreglista y ocasional compositor para las estrellas italianas de la RCA de finales de los cincuenta y primeros sesenta, y finalmente, en el momento de máxima eclosión del cine transalpino, componiendo bandas sonoras. Con sus innovadores arreglos —en ocasiones algo más que arreglos— Morricone tornó inolvidables canciones como Sapore di sale (1963) de Gino Paoli, Il mondo (1965) de Jimmy Fontana o Se telefonando (1966) de Mina, a la vez que en 1964 revolucionaba el medio cinematográfico reinventando la música del western en la célebre trilogía del dólar de Sergio Leone —quién no ha silbado alguna vez la melodía de El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966)—, dejando también su imborrable impronta en otros géneros característicos de la década siguiente, como el poliziottesco, el giallo y el cine erótico. Además de estas corrientes más comerciales, Morricone no desaprovechó la ocasión de tomar parte en películas social o ideológicamente comprometidas, contribuyendo a fortalecer un género igualmente en boga durante aquellos años: el político. Tanto si abordaba películas de carácter popular, incluso baratas, como cuando se implicaba en obras de arte y ensayo o en grandes superproducciones, el compositor daba siempre lo mejor de sí mismo, apartando cualquier tentación de divismo y plegándose sistemáticamente a las necesidades de la película, pero sin perder nunca un ápice de su personalidad artística, lo que le convirtió en uno de los pocos compositores-autores que han trabajado intensivamente en el cine. En este caso debe entenderse el término autor no ya sólo desde la obvia responsabilidad que el músico deposita sobre la partitura, sino en cuanto al modo en que su creación se imbrica en la obra audiovisual, impregnándola con una personalidad única y privativa. Por sencillas o complejas que puedan parecer, sus melodías y armonías son inconfundiblemente morriconianas. Lo mismo cabe decir del estilo con el que entra o sale de escena, o respecto a la manera en que subraya las emociones de los personajes expresando lo inasible, lo que ni se muestra ante los ojos ni puede adivinarse a través del texto escrito, destacando especialmente su coraje para sobrepasar lo convencional y experimentar con teorías contrapuntísticas que sobre el papel pudieran sonar a delirio, pero que al fundirse con las imágenes siempre, invariablemente, delatan el genio inagotable del compositor.
De entre todas las colaboraciones mantenidas por Morricone a lo largo del tiempo con varios de los más relevantes cineastas italianos del siglo XX —Sergio Leone, Bernardo Bertolucci, Gillo Pontecorvo, Pier Paolo Pasolini, Luciano Salce, Marco Bellocchio, Giuliano Montaldo, Sergio Sollima, Roberto Faenza, Liliana Cavani, Elio Petri, Mauro Bolognini, Dario Argento y un largo etcétera—, quizá sea la establecida con Giuseppe Tornatore la que ha terminado siendo la más apreciada por los espectadores. Con él colaboró en once largometrajes a lo largo de veintisiete años, desde Cinema Paradiso hasta La correspondencia, siendo Ennio, el Maestro el título que completa la docena. Sin embargo, cediendo ahora el protagonismo absoluto al propio Morricone, por primera vez no disfrutaremos de una partitura suya creada ad hoc para la película, a pesar de lo cual, la música del gran Ennio estará presente a lo largo de todo el metraje, acompañada, en muchas ocasiones, por las reflexiones del propio compositor, y en otras, glosada o analizada por quienes trabajaron con él, le conocieron y le admiraron, o simplemente amaron su música. El director nos guía con humildad a través de un monumento de dos horas y media que pasan como un suspiro, y de manera didáctica y accesible, con numerosos ejemplos extraídos de la inabarcable filmografía del Maestro, nos acerca a la figura de este compositor mítico, fallecido inesperadamente en julio de 2020, antes de que Tornatore hubiera concluido este emocionante retrato de su más estrecho colaborador y amigo. Tras el visionado, aún habrá quien siga pensando que Tarantino exageró más de la cuenta. Quién sabe; ninguno de nosotros estará aquí cuando el tiempo dicte su veredicto. En cualquier caso, siempre podremos decir con indisimulado orgullo que fuimos coetáneos de un genio que escribió algunas de sus páginas más célebres en nuestro propio tiempo, y que a través de sus películas, discos y conciertos tuvimos la oportunidad de asistir al estreno de varias de sus obras. De Mozart, Beethoven o Schubert nunca podremos decir lo mismo.