“Siente a un pobre a su mesa”: en esta frase, eslogan de una campaña oficial caritativa de los años 50, estaba contenida toda una película. Berlanga supo sacarla tirando del hilo conductor de Plácido (genial Cassen), un modesto trabajador cuyo motocarro es contratado para una cabalgata por la organización de la susodicha campaña navideña (patrocinada por una marca de ollas). La acción se desarrolla en Nochebuena. En torno a la ostentosa campaña de caridad se monta un circo donde participan fuerzas vivas, burguesía local, empleados reticentes, medios de comunicación y hasta celebridades del cine patrio (ascendentes o muy venidas a menos). Frente a los intereses de todos ellos (figurar, quedar bien), el interés de Plácido es más simple y acuciante: conseguir a tiempo el dinero para pagar el primer plazo de su motocarro. Y para ello se ve envuelto en una pesadilla de tintes kafkianos, entre la indiferencia de los organizadores de la campaña y el laberinto burocrático de una notaría.
Plácido va más allá de la crítica contra la caridad oficial y de relumbrón. Es el retrato implacable de una sociedad provinciana (en el peor sentido del término), cerrada e hipócrita. La brutal separación entre pudientes y pobres (que la falsa caridad transmitida por radio no hace más que subrayar) coexiste con el tímido comienzo del desarrollo (la olla exprés, la venta a plazos). Para los pudientes, el pobre es un objeto, que se sortea, que se elige (hay categorías y preferencias), que se recoge (cada familia se lleva a casa su pobre) y que, si se pone enfermo, se supera el impulso inicial de tirarlo en cualquier parte, porque puede más el qué dirán. La película nos deja en plena Nochebuena, tras la espeluznante pelea a cuenta de la devolución de la cesta de Navidad, con este amargo villancico: “…porque en esta Tierra ya no hay caridad, ni nunca la ha habido, ni nunca la habrá”.
(Plácido fue nominada al Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa. Berlanga recuerda como un momento culminante de su carrera el de codearse con los grandes directores norteamericanos, desde Frank Capra hasta Billy Wilder, que le preguntaban cosas y demostraban haber visto a fondo su película. El Oscar lo ganó, precisamente, Bergman con Como en un espejo – una conexión entre nuestros ciclos).