La película se abre con una irónica cita de Sir William Osler (1849-1919), médico de origen canadiense, fundador del Hospital Johns Hopkins de Baltimore y luego afincado en Inglaterra: “El deseo de tomar medicinas es quizás la principal característica que distingue al hombre de los animales”. George Kimball (Rock Hudson) es un hipocondríaco, que se hace un chequeo cada quince días, sueña con anuncios de remedios milagrosos, tiene una estantería enorme en el baño llena de medicinas, se pone el termómetro en la ducha, desayuna un cóctel de pastillas, lee obsesivamente las esquelas del periódico, que según él confirman que los hombres de su edad (38) están cayendo como moscas, e interpreta cualquier dolorcillo o molestia como presagio de muerte inminente. Su mujer, Judy (Doris Day), lo sobrelleva como puede, poniendo amor y humor, y quitando hierro… y cambiándole el contenido de las grageas por azúcar, para obtener un falso “Seconal”, que sigue siendo igual de efectivo por el efecto placebo.
George visita una vez más a su médico, el Dr. Morrisey (Edward Andrews), porque ya han pasado dos semanas desde el anterior chequeo, y siente un dolor en el pecho. El médico le asegura que está sano como una manzana y que sólo tiene indigestión. Pero George, pendiente de un electrocardiograma, escucha a escondidas una conversación del médico con el cardiólogo, sobre un paciente al que sólo le quedan unas semanas de vida, y cree que se refieren a él. Lo “confirma” cuando el médico le dice, medio en broma, que, si a él le quedaran unas semanas de vida, no se lo diría, siempre que tuviera en orden el testamento y el seguro de vida… como es su caso. Convencido así de que “se cierra el telón”, George sólo se lo confiesa a su amigo y vecino Arnold (Tony Randall), el cual se da a la bebida y empieza a redactar un largo y sentido elogio fúnebre. En cuanto a su esposa Judy, decide no decírselo para que no sufra, pero empieza a “prepararla”, la anima a volver a la universidad y a fijarse más en el dinero. Además, lo deja todo dispuesto para el funeral, comprando en secreto tres tumbas: una para él, otra para ella y una tercera para el futuro segundo marido de Judy… Pues George se propone buscarle otro marido idóneo, para que no se quede sola, ni caiga en manos de un buscavidas. Y un buen candidato puede ser un antiguo compañero de universidad de ella, el apuesto magnate del petróleo Bert Power (Clint Walker). Mientras tanto, Judy empieza a sospechar que el extraño comportamiento de George pretende ocultar un lío con otra mujer…
A diferencia de las dos películas anteriores de Rock Hudson y Doris Day, en ésta ya están casados cuando empieza la historia. Resulta muy divertido el trabajo de Rock Hudson, por el contraste entre su aspecto apuesto y sólido y su comportamiento neurótico y fatalista. Doris Day también está muy graciosa. Esta vez no hay, o no se notan, filtros rejuvenecedores en la cámara: la actriz aparece más natural, con unas simpáticas arruguitas en torno a los ojos, con una gran expresividad gestual y con una risa maravillosa.
La galería de secundarios es impagable. El amigo fiel (Tony Randall), alcoholizado por la pena, dispuesto a apoyar a George hasta el final, pero que irá recortando su elogio fúnebre cada vez que le enfade o le saque de quicio (“sigue así y va a ser la elegía más corta de la historia”). El sarcástico médico de familia (Edward Arnold), obsesionado por el dinero y por lo mucho que hubiera ganado como especialista (“el noventa por ciento de mis pacientes no tienen nada, y a los que tienen algo, les envío al especialista”). El superentusiasta gerente del cementerio (Paul Lynde), que vende sus “parcelas” en Green Hills (“un hogar lejos del hogar”, ciertamente) como si fueran chalets con maravillosas vistas, y adora que sus “clientes” sean familias numerosas (“a los niños les encanta”). El lechero (Dave Willock), que actúa como “red social” del barrio, difundiendo todos los cotilleos. O, en el lado negativo, el cínico ligón depredador (Hal March) que se dedica a “consolar” a las mujeres recién separadas.
También hay una apuesta por el slapstick, la comedia física, muy bien manejada por Jewison: un buen ejemplo es la escena en que Doris Day recoge en brazos todo el pedido del lechero (leche, huevos, zumo, queso, miel), se le cierra la puerta, se le engancha la bata, y termina teniendo que entrar por la ventana; o cuando el “armario” Clint Walker tiene que retorcerse para salir del diminuto habitáculo de un Jaguar deportivo.
Quizá por el propio carácter absurdo de la premisa, y por lo bien que se maneja por el guionista, el director y el reparto, No me mandes flores sigue siendo una película muy divertida, y para mi gusto la que mejor se conserva de las cuatro comedias de la primera etapa de Norman Jewison.