Arthur Kirkland (Al Pacino) es un defensor público (abogado de oficio) en Baltimore. Cuando empieza la película, está en el calabozo por desacato, por haber atacado al Juez Fleming (John Forsythe). Tenía sus motivos. Arthur defiende a Jeff McCullaugh (Thomas G. Waites), un joven al que la policía paró en la autopista por llevar una luz trasera fundida. Comprobaron sus datos y resultó que se llamaba igual que un criminal buscado, y la descripción coincidía, así que le encerraron, sin que nadie se molestara en hacer más comprobaciones. Estando en la cárcel, alguien atacó a un guardia con un cuchillo y lo escondió en la celda de Jeff, de modo que lo acusaron de ese delito. Su abogado le recomendó hacer un trato: podría salir si se declaraba culpable (siendo inocente). Llegó el juicio y se declaró culpable, pero el juez había cambiado. El Juez Fleming ignoró el trato y le condenó a cinco años de cárcel. Arthur ha conseguido reunir las pruebas de su inocencia, pero Fleming no las admite porque se han presentado tres días tarde… Así que un joven inocente lleva año y medio en prisión, donde le pegan, violan y amenazan constantemente, por llevar una luz fundida… Se explica la ira de Arthur. Mientras tanto, el colegio de abogados ha creado una comisión para investigar a posibles abogados corruptos, una iniciativa “maccarthista” que, según Arthur, parece algo bueno, pero se queda en la superficie y no persigue al verdadero poder. No obstante, el divorciado Arthur comienza una relación romántica con Gail Packer (Christine Lahti), una joven abogada que colabora con esa comisión y cree en la bondad de sus fines.
Entonces, el sacrosanto Juez Fleming es acusado de violar y golpear a una joven. Arthur y sus colegas Jay (Jeffrey Tambor) y Warren (Larry Bryggman) se parten de risa… Pero hay otra vuelta de tuerca: Fleming quiere (exige) que Arthur sea su defensor. Parece absurdo, dado que le odia. Pero esa es precisamente la explicación, es una maniobra “política”, Arthur es un abogado independiente, sin vínculos con ninguna facción, y aborrece a Fleming. Si acepta defenderle, tiene que ser porque es inocente… Aun así, Arthur se niega. Pero entonces se moviliza todo el “sistema” para hacerle entender que debe obedecer y pasar por el aro. Su “amigo”, el lunático Juez Rayford (Jack Warden), le deja muy claro que, si se niega a defender a Fleming, la comisión de ética del colegio de abogados puede inhabilitarle (desenterrando un antiguo caso en que denunció a un cliente psicópata a la policía, ayudando a detener a un criminal, pero “traicionando” la relación abogado-cliente). “Quieren que defienda a Fleming por mi integridad moral, y si no lo defiendo, me retirarán la licencia por no ser ético”, se pasma Arthur, poniendo de manifiesto lo paradójico de su situación. Tiene que aceptar. Pero otra paradoja es que toda esta situación no hace que Fleming se vuelva más humilde, ni siquiera que a cambio ayude al inocente Jeff McCullaugh a salir de la cárcel. No acepta ninguna exigencia de Arthur, está encastillado sobre la soberbia de su poder, y sabe que el “sistema” le va a arreglar cualquier problema (como le “arreglan” la prueba del detector de mentiras).
“En Justicia para todos, quería examinar el sistema judicial norteamericano. Quería contar una historia que hiciera pensar a la gente si el sistema todavía buscaba la justicia, o si ahora trataba sobre ganar, sobre acuerdos y maniobras legales, más que sobre la búsqueda de la verdad”, escribió Norman Jewison en sus memorias. En la larga filmografía sobre abogados y juicios, esta película no se parece a ninguna otra, por sus radicales cambios de tono, desde la comedia absurda al drama trágico. Nos reímos y nos indignamos. Pues queda claro el carácter “dual” de la justicia. Hay una para la gente pequeña, como el desdichado Jeff McCullaugh, o el travesti Ralph (Robert Christian), vinculado por error con un atraco a un taxi, que termina encarcelado y maltratado, víctima de los prejuicios y la dejadez. Y hay otra que protege a los poderosos intocables, como el Juez Fleming. Contra eso estalla Arthur en el celebrado monólogo final, que no voy a describirles por si no lo recuerdan. Todo es improcedente, todo está fuera de orden.
Arthur parece la única persona sensata en un mundo de locos. No es sólo que haya personajes locos, como el Juez Rayford (dispara un arma en el tribunal, sobrepasa el límite de combustible de vuelta en su helicóptero y almuerza en una cornisa), o que se vuelven locos, como Jay (no sin motivo, cuando un cliente culpable, al que ha conseguido que absolvieran, mata después a dos niños). Es el propio “sistema” el que está loco, al permitir esas injusticias flagrantes. Cuando Arthur le recuerda que el inocente McCullaugh es un ser humano, un joven que está en la cárcel, luchando cada día por su vida, Fleming le responde con un discurso demente sobre que la cárcel debe dar miedo y debe ser un infierno, que ya no funciona la idea de un castigo proporcionado al crimen, que es necesario un castigo injusto. Claro que esa lógica no se aplica a la clase privilegiada. Pero igual es peor la insensibilidad del tontaina Warren (Larry Bryggman), amigo y buena persona, que comete un error por el que Ralph será condenado, porque en el fondo no le importa “esa gente”. La respuesta de Arthur se puede poner al lado de su celebrado discurso final: “Son personas, Warren. Todos… son gente. Sólo personas”.