Una calurosa noche de verano en Sparta, Mississippi. El agente de policía Sam Wood (Warren Oates) patrulla las tranquilas calles de la ciudad, haciendo una parada en el café de Ralph (Anthony James), y otra, con las luces apagadas, junto a la casa de la desinhibida adolescente Delores Purdy (Quentin Dean). Pero algo inusual interrumpe la somnolienta patrulla de Wood: un cadáver cruzado en mitad de la calle. Llega el jefe de policía, Bill Gillespie (Rod Steiger), con otros agentes y el forense. El muerto resulta ser Colbert, un industrial del Norte que iba a instalar una fábrica en la ciudad. Ha sido asesinado de un golpe con un objeto contundente, hace sólo una o dos horas. Los policías se lanzan a peinar la ciudad. En la estación de tren, el agente Wood encuentra a Virgil Tibbs (Sidney Poitier), el sospechoso ideal, que lo tiene todo para ser culpable: es negro, es forastero, y lleva encima una gran cantidad de dinero (grande para un negro). Wood le detiene y le lleva a la comisaría para que Gillespie le interrogue. ¿Qué hacía en la estación? Ha estado visitando a su madre y pretendía hacer trasbordo en Sparta (mala idea, evidentemente). ¿De dónde ha sacado el dinero? Lo ha ganado trabajando. ¿Cómo puede un negro ganar esa cantidad de dinero? Tibbs responde: “Soy oficial de policía”. En efecto, Virgil Tibbs es detective de homicidios en Filadelfia, Pensilvania. No sólo eso, sino que es uno de los mejores en lo suyo. Gillespie habla con el jefe de Tibbs, que le ofrece que el detective se quede unos días para ayudar en la investigación. Esto no le hace gracia a ninguno de los dos, pero Gillespie reconoce, a regañadientes, que podrían venirle bien las avanzadas técnicas de investigación de Tibbs. El alcalde (William Schallert) es más pragmático: si Tibbs resuelve el caso, como allí no tiene jurisdicción, el mérito será de Gillespie. Y si no lo resuelve, le pueden echar la culpa. La policía detiene a un sospechoso, Harvey Oberst (Scott Wilson), así que caso cerrado y fin para la molesta presencia de Tibbs… Pero éste demuestra que Oberst es inocente. Así que la viuda del muerto, la Sra. Colbert (Lee Grant) expresa en términos contundentes que no quiere que Tibbs sea apartado de la investigación, o en caso contrario se llevará la fábrica y los empleos. A ella, que no tiene prejuicios raciales, sólo le importa que, de no ser por Tibbs, tendrían entre rejas al hombre equivocado…
A través del proceso de adaptación de la novela por el guionista Stirling Silliphant, que hemos comentado en otras páginas, el eje de la película pasó a ser la dinámica entre Tibbs y Gillespie. Pero no es una oposición “simplona”, gracias al desarrollo de los personajes y el gran trabajo de los actores. Gillespie es “racista”, claro, como todo su entorno, llama “boy” a Tibbs y se sorprende cuando va descubriendo su talento y capacidad. Pero es mucho más que eso, es un personaje muy complejo, servido por la gran interpretación de Rod Steiger. Que éste ganara el Oscar y no Poitier, no se puede atribuir al racismo: es un papel mucho más difícil y lleno de recovecos. Racista, sí, pero también inteligente, y un personaje que evoluciona a lo largo de la película. Como señala el cacique Endicott (Larry Gates), el anterior sheriff hubiera disparado a Tibbs, sin dudarlo, cuando éste abofetea a Endicott. Gillespie, en cambio, no sabe qué hacer, porque es un giro para el que no está preparado. Gillespie también ayuda a Tibbs frente al ataque de unos cabestros supremacistas. En realidad, Gillespie también es un forastero en Wells, viene de fuera, lleva poco tiempo de jefe de policía, y sus hombres hasta le toman el pelo a veces, como el vago Courtney (Peter Whitney). Gillespie está tan solo como Tibbs, y una de las mejores escenas, improvisada en gran parte por los actores, tiene lugar en el solitario apartamento del policía, al que nunca va nadie. Lo bueno es que, cuando Tibbs intenta “comprender” a Gillespie, éste se revuelve y le recuerda que no necesita su compasión. Sin embargo, al final (no vamos a recordarlo) se alcanza un verdadero momento de complicidad entre los dos.
Por otra parte, tampoco Tibbs es tan “puro”. Como detecta Gillespie, que es más listo de lo que parece, el detective también tiene prejuicios, cuando se empeña en acusar a Endicott (“Eres como el resto de nosotros, ¿verdad?”). También cuando le dice que va a quedarse, pero no porque se lo haya dicho su jefe, sino porque tiene que demostrar que es más listo que cualquier blanco, que no podría vivir si dejaba pasar la oportunidad de avergonzarles a todos. Junto a los protagonistas, unos secundarios muy bien trazados, entre los que debemos destacar a Lee Grant, que sólo tiene tres escenas, pero está deslumbrante. Sobre todo, cuando Tibbs tiene que darle la noticia de la muerte de su marido. Junto a todo eso, una excelente fotografía, una puesta en escena en la que se mascan la tensión y el calor, y la música de Quincy Jones, configuran una obra maestra imperecedera.